SEXUALIDAD SAGRADA

En una antigua catedral, Amaranta, una joven restauradora de arte, desvela la conexión entre la sexualidad y lo sagrado. A través de obras censuradas y manuscritos olvidados, su viaje transforma la percepción del placer, el amor y la divinidad, mostrando que el cuerpo es un altar de celebración.

Psicólogo Luis García

11/9/20242 min read

Imagen generada por ChatGPT Open AI
Imagen generada por ChatGPT Open AI

"Hemos separado lo que nació unido. Llamamos profano a lo que es profundamente sagrado, y vestimos de pecado lo que es, en esencia, una forma de oración." Estas palabras, nacidas de la pluma de Amaranta, resplandecían en su diario bajo la luz violeta que se filtraba por los antiguos vitrales de la catedral.

Entre el polvo dorado y el aroma a incienso añejo, Amaranta descubría cada día una nueva verdad en los frescos que restauraba. Sus dedos, que antes temblaban al tocar ciertas figuras, ahora recorrían con reverencia las formas que emergían bajo capas de falso pudor: cuerpos que danzaban entre lo terrenal y lo celeste, miradas que contenían tanto éxtasis místico como pasión humana.

En la soledad de su taller, rodeada de santos descascarados y ángeles por restaurar, comenzó a comprender que cada pincelada era una forma de despertar. Los pergaminos antiguos que encontraba en rincones olvidados le susurraban secretos: el cuerpo no era una prisión del alma, sino su templo vivo; el placer no era enemigo del espíritu, sino su danza sagrada.

Una tarde, mientras limpiaba un fresco particularmente enigmático, sus manos revelaron una escena que le cortó la respiración: una figura femenina, radiante y libre, sostenía en una mano una llama y en la otra un cáliz rebosante. Su cuerpo desnudo no inspiraba vergüenza sino reverencia, y su rostro reflejaba el mismo asombro que Amaranta sentía crecer dentro de sí.

El descubrimiento comenzó con esa obra de arte oculta tras el altar mayor. Mientras retiraba capas de pintura puritana, emergió ante ella una escena que la iglesia había intentado borrar: parejas danzando en un éxtasis que transcendía lo meramente carnal. Sus cuerpos, entrelazados como vides en primavera, formaban figuras que recordaban las posturas del antiguo arte tántrico.

En las noches, cuando la catedral quedaba vacía y solo las velas custodiaban su intimidad, Amaranta comenzó a entender el lenguaje secreto de aquellas pinturas. La figura femenina del mural no era solo una imagen; era un espejo, un portal hacia una comprensión más profunda del éxtasis sagrado.

Mientras restauraba, cada capa de pintura que removía revelaba una verdad más antigua: los cuerpos entrelazados no representaban lujuria sino unión divina, las expresiones de placer eran puertas hacia lo trascendente, y el deseo, lejos de ser pecaminoso, era el fuego que transformaba lo carnal en celestial.

En su diario, ahora convertido en testigo de su metamorfosis, escribió: "El placer no es la caída, sino el ascenso. Cada célula de nuestro cuerpo es una letra en el alfabeto divino, cada caricia una oración, cada suspiro un canto sagrado."

Una noche, mientras estudiaba un antiguo texto sobre ritos de fertilidad, sintió un calor diferente recorrer su cuerpo. No era el calor de la vergüenza que tanto tiempo había conocido, sino algo más primordial: era el despertar del fuego sagrado que los antiguos místicos describían en sus textos prohibidos.

Su cuerpo, durante tanto tiempo considerado un mero recipiente de culpa, comenzó a revelarse como un templo vivo. Cada sensación se transformó en una forma de oración, cada latido en un pulso de energía divina. El placer, comprendió Amaranta, no era el enemigo del espíritu, sino su danza más sublime.