AMORES QUE NUNCA LLEGAN

Descubre la historia de Elena, donde el primer amor se convierte en un altar que detiene el tiempo. Un relato sobre duelos congelados en el corazón y cómo estos recuerdos transforman nuestra vida. ...

Psicólogo Luis García

11/7/20242 min read

Elena archivaba primeras citas como quien guarda pruebas de una verdad innegable: el amor verdadero solo sucede una vez, a los dieciséis años, en un banco de plaza que ya no existe.

Su departamento era un santuario dedicado a la ausencia. No había fotos de Miguel, por supuesto - eso hubiera sido demasiado evidente. Pero cada objeto parecía dispuesto para un invitado que hacía veinticuatro años había terminado la relación y nunca regresó.

Las aplicaciones de citas en su teléfono eran como un ritual moderno: las repasaba mecánicamente cada noche, deslizando el dedo hacia la izquierda con la certeza de quien cumple una sentencia. "Es que no hay química", explicaba a sus amigas, que hacía tiempo habían dejado de presentarle candidatos.

La última vez que vio a Miguel fue en el supermercado, trece años atrás. Él empujaba un carrito lleno de pañales y comida para bebé. Ella sostenía una canasta con vino y comida para gato. El encuentro duró menos de un minuto, pero en su mente se reproducía como una película de arte: en cámara lenta, con subtítulos en francés y un final ambiguo.

Sus sesiones de terapia eran excavaciones en el tiempo. "¿Y si no es que no encuentras el amor", sugirió su terapeuta una vez, "sino que lo guardas tan bien que ni tú puedes encontrarlo?"

La pregunta la persiguió durante días. Comenzó a notar señales: cómo cada potencial pareja era medida contra un recuerdo cada vez más borroso, cómo cada nueva conexión era saboteada por una lealtad a un adolescente que ya no existía, ni siquiera en la memoria de Miguel.

Una tarde de lluvia, mientras reorganizaba su biblioteca (ordenada por fechas de despedida: los libros que Miguel le había prestado ocupaban el estante más alto), encontró su viejo diario. Lo abrió en una página al azar:

"Hoy M. me dijo que seríamos eternos. Le creo. Le creo. Le creo."

La letra temblorosa de su yo adolescente la golpeó como un espejo inesperado. ¿Cuántos "eternos" cabían en una vida? ¿Y si la eternidad no era más que una promesa de adolescentes, tan verdadera como pasajera?

Esa noche, por primera vez en décadas, Elena se permitió dudar. No de Miguel, ni del amor que habían compartido, sino de la historia que había tejido alrededor de esa pérdida. ¿Y si su fidelidad no era al amor sino al dolor de perderlo?

En su próxima cita a ciegas, pidió vino tinto en lugar de blanco (el favorito de Miguel). Una pequeña rebeldía. El hombre frente a ella tenía una risa horrible y una bondad en los ojos que la desconcertó. No hubo química, pero por primera vez en mucho tiempo, la sombra de Miguel no ocupaba la tercera silla.

Cuando llegó a casa, movió los libros de Miguel al estante más bajo. No los descartó - algunas memorias merecen un lugar en nuestras bibliotecas. Pero tal vez no necesitaban la mejor vista.

En su diario, escribió con una sonrisa: "Hoy aprendí que la eternidad de los dieciséis años dura exactamente veinticuatro años, tres meses y dieciséis días. Mañana, quizás, empiece una nueva forma de medir el tiempo."

Y por primera vez en décadas, dejó una página en blanco después, como quien abre una ventana en una casa que por fin se atreve a renovar.