EL ESPEJO

¿Cuántas veces podemos reconocer nuestras propias limitaciones? A través de las grietas de la cotidianidad, esta historia revela la estrategia inconsciente del autoengaño en la vida de Miranda, una mujer que se centra en evadir su sombra. Un antiguo espejo, abandonado misteriosamente en la puerta de su casa, se convertirá en el testigo silencioso de ese momento crucial cuando las verdades que se ha negado durante su vida comienzan a emerger.

Psicólogo Luis García

11/9/20243 min read

Imagen generada por IA META
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En el apartamento 502, Miranda vivía sumida en sus excusas que le permitían evadirse de una confrontación con la realidad. "No era el trabajo adecuado para mí", se repetía mientras desempacaba sus cosas del último empleo, el cuarto en este año. "Ella era una jefa tóxica", murmuraba, ignorando el patrón que se repetía en cada lugar de trabajo al que renunciaba.

Una madrugada de otoño El espejo apareció recostado en la fachada de su residencia. Grande, antiguo, con un marco que susurraba historias que Miranda aun no sospechaba, pero que más adelante después preferiría no escuchar. Quiso dejarlo en el lugar donde lo encontró, pero algo en su reflejo opaco la atrajo, como un imán atrae limaduras de hierro.

Lo instaló en su habitación, convenciéndose de que solo necesitaba restauración. "Un proyecto más", se dijo, como todos los que abandonaba a mitad de camino, como las relaciones que terminaban antes de empezar, como los trabajos a los que renunciaba continuamente.

El espejo tenía una cualidad particular: insinuaba recuerdos de escenas que Miranda prefería no recordar: discusiones donde su voz se elevaba más de lo admitido, momentos donde su rigidez alejaba a potenciales amigos, instantes donde su orgullo construía muros invisibles.

"Es el ángulo de la luz", se decía, sacudiendo la cabeza cuando el reflejo del espejo le suscitaba momentos en los que aparecían sus exparejas, alejándose no por las razones que ella consideraba, sino por su propia incapacidad de ver sus patrones defensivos, basados en miedos o incluso el terror inconsciente al rechazo.

Por las noches, el espejo cobraba vida. No de manera fantástica - era más sutil y por eso más inquietante. Atrapaba la mirada de Miranda llevándola a escenas del día como una película en loop: ella interrumpiendo en reuniones, descartando sugerencias, construyendo argumentos que sonaban a justificación.

"Necesito dormir más", susurraba mientras se alejaba del reflejo del espejo que insistía en mostrarle hechos y situaciones que prefería ignorar.

Sus amigas, las pocas que quedaban, notaban algo diferente. "El espejo te está cambiando", dijo una. "Te está obsesionando", sugirió otra. Miranda las dejó de frecuentar, agregándolas a su lista de "personas que no entienden".

Una noche, después de otra entrevista fallida, el espejo decidió que era suficiente. No se rompió - hizo algo peor: se volvió brutalmente honesto. Ya no la llevaba a ensoñaciones ni escenas del pasado. Simplemente mostraba a Miranda, desnuda de excusas.

Miranda se vio en su soledad, no como una elección valiente sino como una fortaleza construida con ladrillos de horror. Vio sus constantes renuncias al trabajo no como búsqueda de encontrar algo mejor, sino como huidas perfectamente elaboradas. Vio sus relaciones fallidas no como mala intención en sus exparejas o antiguos amigos, sino como un patrón de autosabotaje meticulosamente ejecutado.

El espejo no fue amable, pero tampoco cruel. Fue lo que siempre había sido: un reflejo de la verdad que Miranda había estado esquivando con la gracia de una bailarina experimentada.

No hubo epifanía dramática ni momento de transformación mágica. En su lugar, hubo algo más valioso: una confrontación profunda con su verdad.

Esa noche, Miranda se sentó frente al espejo durante horas. No para arreglarse el maquillaje o ensayar sonrisas, sino para hacer algo que nunca había intentado: simplemente contemplarse desnuda, nunca se había sentido tan vulnerable.

Esta vez, ella coincidió con una verdad: "la peor de todas las emociones puede llegar a ser la soberbia, sobre todo esa que lleva a una soledad y a un aislamiento con los demás y con sigo misma."

El espejo sigue en su habitación. Ya no sugiere o alude a ensoñaciones del pasado, ni visiones perturbadoras. Ahora refleja algo más difícil de enfrentar: la simple y cotidiana verdad de quien finalmente se atreve a verse.

Miranda ya no acumula excusas. Ha descubierto que el verdadero valor no está en negar el dolor, sino en aprender a mirarlo de frente, aceptarlo, porque evadirlo suele ser más doloroso.