LA COLECCIONISTA DE LOS MOMENTOS PERFECTOS

Una delicada exploración sobre el control y la libertad, narrada a través de Ana, una mujer que guarda cada recuerdo significativo en cajitas de cristal meticulosamente ordenadas. Este relato nos invita a reflexionar sobre cómo, a veces, nuestros intentos por mantener todo en perfecto orden son un elaborado disfraz para el caos emocional que nos habita. A través de un incidente provocado por su gato Kafka (cuyo nombre no es casual), Ana descubre que la verdadera belleza de la vida puede estar precisamente en aquellos momentos que se escapan de nuestro control. Un cuento que resonará especialmente con aquellos que han convertido el orden en su refugio, recordándonos que a veces necesitamos romper nuestras propias cajitas de cristal para poder respirar.

Psicólogo Luis García

11/4/20242 min read

Imagen generada con IA META
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Ana guardaba sus recuerdos en cajitas de cristal. Literalmente. Cada momento que consideraba valioso era representado por un pequeño objeto que limpiaba meticulosamente cada mañana. La entrada de la universidad: un bolígrafo azul. Su primera entrevista de trabajo: una tarjeta de presentación impecable. La última sonrisa de su padre: un botón de su camisa favorita.

Su departamento era un museo de instantes congelados, cada objeto en su lugar designado, cada superficie brillando bajo la luz tenue de las cortinas siempre entreabiertas - ni muy abiertas para que entrara polvo, ni muy cerradas para que se acumulara humedad.

Las visitas eran escasas. "Es que estoy organizando algunas cosas", solía decir cuando la invitaban a salir. En realidad, siempre estaba organizando algo. El tiempo libre era un concepto que le producía un cosquilleo incómodo en la nuca.

Un martes cualquiera, mientras limpiaba la cajita que contenía el ticket de su primer concierto (al que nunca entró porque le pareció que la fila estaba demasiado desordenada), su gato Kafka saltó sobre el estante. En cámara lenta, Ana vio cómo las cajitas empezaban a caer. El sonido del cristal rompiéndose fue como una sinfonía extraña.

Se quedó paralizada, esperando que la ansiedad familiar la invadiera. Pero en su lugar, mientras veía sus momentos perfectos mezclados en el suelo, algo inesperado sucedió: rió. Primero fue una risa nerviosa, luego una carcajada genuina que la sorprendió por su calidez.

Entre los fragmentos de cristal, los objetos parecían conversar entre sí por primera vez. El bolígrafo de la universidad rodó hasta tocar la tarjeta de presentación, y Ana pensó en todas las historias que nunca se atrevió a escribir. El botón de su padre brillaba de una manera diferente sobre el ticket arrugado del concierto, como sugiriendo que la verdadera música no estaba en los eventos perfectamente organizados, sino en el caos ocasional de estar vivo.

Kafka se restregó contra sus piernas, ronroneando, aparentemente satisfecho con su acto de destrucción creativa. Ana se agachó a recoger los pedazos, pero esta vez sin la urgencia habitual. Algunos objetos los guardó, otros los dejó ir. Por primera vez en mucho tiempo, no intentó controlar el proceso.

Esa noche, dejó una taza de té a medio terminar sobre la mesa. El mundo no se acabó. Al contrario, el vapor dibujaba formas caprichosas en el aire, como recordándole que algunas cosas son más hermosas cuando se les permite simplemente ser.

En su diario, escribió: "Hoy aprendí que a veces es necesario que se rompan las cajitas donde guardamos lo que creemos ser, para descubrir quiénes podríamos ser."

Y por primera vez en años, dejó la última frase sin punto final