PROCASTINACION: ORACIONES PARA UN VUELO APLAZADO

La procrastinación cobra vida en este relato sobre un hombre atrapado entre expectativas y miedos: explora el arte de postergar bajo el manto de la devoción

Psicólogo Luis García

11/6/20242 min read

Imagen generada con IA META
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Ignacio guardaba un altar en su habitación. No era un altar común - además de la Virgen, había acumulado allí todos sus proyectos inconclusos: un título universitario a medio tramitar, cartas de trabajo sin enviar, el manuscrito de una novela que nadie había leído. Cada objeto era una promesa suspendida en el tiempo, como las velas que su madre encendía cada domingo pidiendo por su futuro.

"Hijo, la Virgencita espera grandes cosas de ti", le repetía ella mientras limpiaba los marcos de los santos. Ignacio observaba cómo el trapo dibujaba círculos perfectos sobre el vidrio, preguntándose si su madre limpiaba las imágenes sagradas o intentaba pulir su destino.

Los domingos eran particularmente difíciles. Después de misa, los vecinos preguntaban por sus planes, por su carrera, por esa maestría que siempre estaba por empezar. Él respondía con sonrisas educadas y promesas vagas, mientras sentía el peso de la mirada de María desde su medallita, testigo silenciosa de cada postergación.

En las noches, cuando el silencio amplificaba sus pensamientos, Ignacio imaginaba versiones alternativas de sí mismo: el escritor exitoso, el profesional reconocido, el hijo que hace sentir orgullosa a su madre. Pero cada mañana, estas versiones se desvanecían como el incienso del altar, dejando solo el aroma de lo que pudo ser.

Su habitación se había convertido en una especie de limbo sagrado, donde los sueños no morían pero tampoco terminaban de nacer. Como esos santos de yeso que su madre coleccionaba, él también parecía estar suspendido en un gesto eterno de contemplación.

"Es que hay que hacer las cosas bien", se justificaba cuando su hermana menor, ya independizada, lo presionaba para que tomara decisiones. Lo que no decía era que "bien" significaba "perfectamente", y "perfectamente" significaba "nunca".

Una tarde, limpiando el altar por décima vez esa semana, notó algo extraño en la imagen de la Virgen. En su rostro, que siempre le había parecido sereno, creyó ver un gesto de impaciencia. Fue apenas un instante, un truco de la luz quizás, pero suficiente para descolocarlo.

Esa noche escribió en su diario: "¿Y si la verdadera blasfemia no es el fracaso, sino esta fidelidad enfermiza a lo inmaculado?"

No hubo epifanía dramática, ni revelación divina. Solo el lento despertar a una idea inquietante: tal vez su parálisis no era respeto sino una forma elaborada de cobardía disfrazada de devoción.

El manuscrito de su novela seguía allí, junto al altar, acumulando el mismo polvo que las imágenes sagradas. Lo abrió en una página al azar y leyó: "El miedo al pecado puede ser el pecado más grande."

Ignacio no tiró el altar. No renunció a su fe. Pero esa noche movió el escritorio unos centímetros, lo suficiente para que la Virgen no pudiera ver lo que escribía. Era un gesto pequeño, casi imperceptible. Una diminuta herejía.

En su próxima confesión, por primera vez en años, no pidió perdón por sus fracasos. En su lugar, susurró: "Padre, he pecado... de perfección".